miércoles, 25 de mayo de 2011

Sinfonía en la naturaleza

Se trata de la primera jornada que empuño la azada en la nueva temporada hortícola trabajando en el huerto familiar, en una mañana primaveral y soleada de mediados de mayo. Acompaño a mi padre quien, rondando los 82 veranos, dirige las labores del huerto a las que dedica toda su atención, mientras yo suelo dejar alguno de mis sentidos alerta para poder captar cualquier escena de la vida natural que bulle alrededor.

            El huerto se encuentra en campo abierto, a poco más de 50 metros de la estrecha carretera que comunica la pequeña población de Navatrasierra, único núcleo urbano perdido entre estas sierras cacereñas, y Guadalupe. Muy de tarde en tarde pasa algún vehículo y, amigablemente, nos saludan, te incorporas un poquito y devuelves el saludo volviendo de inmediato a la faena. La tranquilidad es casi absoluta, estamos en plena Naturaleza y es posible percibir todo lo que te rodea porque, azada en mano y, a pesar de lo fatigoso de la tarea, te sientes inmerso en Ella.

Que gozamos de una primavera fabulosa salta a la vista. Las cuantiosas lluvias del presente año han encharcado los campos, y la vegetación se renueva y florece con vitalidad, tapizando con renovados tonos verdosos matorrales, arbustos y arboledas. Por su parte, los jarales se encuentran en pleno apogeo, desplegando miles y miles de flores blancas que llenan de puntitos blanquecinos todo el monte reluciendo bajo el sol. Es todo un espectáculo de color que nos permite deleitar la vista, al desplazar la mirada en derredor a la vez que nos incorporamos o hacemos un pequeño alto para tomar aliento.

Mientras nos afanamos regando y cavando, es posible percibir multitud de sonidos emitidos por pájaros, insectos, anfibios o mamíferos que pueblan y llenan de vida la espesura de la vegetación. En especial de las aves que ya andan nidificando o criando, y no paran quietas ni calladas, buscando comida o emitiendo sus particulares cantos territoriales o de reclamo, alegrando y poniendo música a la Naturaleza. 

Con el esfuerzo de abrir varios surcos con la azada comienza a brotar el sudor que gotea por la frente y la espalda, a pesar de que la tierra se trabaja bien. La azada se hunde con facilidad rompiendo la capa superficial apelmazada por las últimas lluvias y el sol, dejando al descubierto la tierra oscurecida por la humedad que conserva el terreno, mostrando que tiene “buena labor” para trabajarla y plantar los tiernos plantones de tomateras. A escasos metros, del riachuelo que bordea la pequeña vega, surge el croar incesante de una rana, que imagino con la cabeza asomando a la superficie del agua. Más distante se oye el arrullo monótono y continuo de una tórtola, que ubico en su destartalado nido de pequeños palitroques trabados entre sí, y tan poco consistente que casi permite distinguir su contenido desde el suelo. Ambos están emitiendo al unísono sus particulares cánticos, y al oírlos remite un poco la fatiga y se reduce el peso de la azada en el brazo, ya cansado. Pero lo mejor está por venir, cuando repentinamente comienza a oírse otro sonido natural proveniente de una pequeña chopera situada a unos cien metros. Un pájaro carpintero comienza a golpear, con su puntiagudo y fuerte pico, el tronco reseco de uno de los chopos, poniendo el contrapunto de la improvisada orquesta con su característico y claro tamborileo que se transmite a gran distancia. De este modo, rana, tórtola y pájaro carpintero (denominado “picarazán” en el lugar) interpretan una hermosa sinfonía de forma totalmente espontánea y natural, sin necesidad de director de orquesta, en la que cada cual domina a la perfección sus acordes. Escuchar esta melodía es todo un placer y un auténtico privilegio, y escuchándola se desvanece el cansancio del trabajo.

Igual que empezó se van apagando los golpeteos del “picarazán”, mientras persiste el arrullo de la tórtola y el croar de la rana se va espaciando. Ha sido un concierto breve, pero intenso y muy armonioso, y uno se siente privilegiado de haberlo escuchado, vivido y sentido, y sin necesidad de reservar entrada ni pagar un precio desorbitado. Solamente es necesario zambullirse en plena Naturaleza, observar y disfrutar de los episodios y escenas naturales que nos ofrece, y, si está en nuestra mano, divulgarlo y compartirlo.





 






jueves, 19 de mayo de 2011

Aferrado a sus raíces y arraigado a su tierra

Cuando las lluvias son abundantes, los ríos crecen y se embravecen. Su caudal aumenta y se desboca, desplazando muchos metros cúbicos de agua por segundo capaces de arrastrar grandes piedras, ramas y troncos de árboles desgajados y arrancados de sus orillas.
Esto sucede varias veces al año en el curso del río Guadarranque, que nace en la Sierra del Hospital como arroyo de montaña, y va creciendo con las aguas aportadas por numerosos arroyos convirtiendole en río en su recorrido hacía el río Guadiana.
En su curso alto y medio sus orillas aparecen flanqueadas por árboles de rivera como alisos y fresnos, mezclados en determinadas zonas con robles que enraizan en sus orillas. Precisamente un roble anclado a su  orilla es el protagonista de las imágenes que se muestran.
Nos vamos en detener en un recodo del río ocupado por un roble que lleva toda su vida luchando contra las embestidas de la corriente, ya que las crecidas del río le ha ido arrebatando la tierra donde tenía que fijar sus raices. En las imágenes se observa como ha tenido que hacer hueco para el paso del agua en el espacio de terreno donde debía tener hundidas sus raíces primarias, y se ha visto forzado a desarrollar sobremanera sus raíces lateralmente. Raices secundarias que asemejan verdaderos troncos, a una altura del tronco que no es la habitual para un árbol. Otra curiosidad ofrecida por este portento de la naturaleza está en que la rama orientada hacía el centro del río, en busca de la luz solar, ha crecido del tronco por debajo de las raices laterales con las que se agarra a la tierra.
A pesar de todo, se le ve con fuerzas y raíces suficientes para seguir aferrado a la tierra y a la vida resistiendo los embites de las aguas crecidas.







sábado, 14 de mayo de 2011

Los "aclaradores" son zapateros acuáticos

Corriendo por la superficie de las aguas claras  de los arroyos, charcos y aguas estancadas podemos observar unos pequeños bichitos llamados vulgarmente “aclaradores” o más vulgarmente “aclaraores”.  Estos insectos se sostienen en la superficie del agua apoyados en sus patas, no se sumergen, y son capaces de caminar y desplazarse rápidamente por la superficie, corriendo a toda velocidad para capturar otros pequeños insectos o huir en caso de peligro.
Se desliza sobre el agua apoyándose en su larguísimo segundo par de patas, mientras que el par posterior lo utiliza a modo de timón para ir en cualquier dirección; ambos pares poseen una almohadilla formada por pelos hidrofóbos, que consiguen formar una minúscula bolsa de aire sobre la superficie, lo que la mantiene en flotación constante. Además, no se apoyan en la punta de sus patitas, sino en el tramo final de sus patas poniéndolas planas sobre el agua, consiguiendo, de esta forma, una línea de flotación más amplía.
Las patas delanteras quedan libres y están atentas para la captura de otros pequeños insectos, de los que se alimenta con voracidad. De ahí deriva su nombre, por su misión de limpiar de pequeños insectos las aguas que habita.  Pasan el invierno bajo la vegetación próxima al agua, y al principio de la primavera, la hembra deposita los huevos sobre las plantas acuáticas. Es posible verle sobre la superficie de las aguas dulces entre abril y noviembre, y aunque prefiere las aguas quietas, es capaz de nadar con firmeza en corrientes poco importantes.
Su verdadero nombre es zapatero común o zapatero acuático (guerris lacustris), habita en las aguas dulces de la península ibérica, mide entre dos y tres centímetros de longitud y tiene grandes antenas y grandes ojos.